miércoles, 1 de enero de 2014

Sábado

Se había convertido en rutina ir todos los sábados a aquel café a las afueras de la ciudad. No es que tuviese algo especial, ni que el café que ponen fuese el mejor del mundo; sino que la veía. Nunca tenía que esperar demasiado hasta que ella aparecía tras el cristal y entraba. Una cosa que nunca he sabido es como hacia esa entrada, como si el sol solo la alumbrase a ella y todo estuviera a oscuras. Nunca miraba a nadie, iba directa a su mesa y se sentaba sin mirar atrás. Sin mirarme a mi. 
Un día, específicamente un sábado, estaba sentado en mi misma mesa del café pensando mil maneras de hablar con ella cuando me di cuenta de que ella me miraba. Nos quedamos largo rato mirándonos hasta que ella sonrió y siguió dibujando. Era mi luz verde. Me levanté dejando el café enfriarse en la soledad y me encamine a su mesa, sin despegar los ojos de ella. 
-Eh, hola, soy Adam.-fueron las palabras más duras de mi vida. 
Ella dejo a un lado el lápiz de dibujo y me miro:
-Yo Leah. 
Fueron las dos horas más hermosas de mi vida. No paramos de hablar en ningún momento, ni siquiera cuando mi teléfono empezó a sonar. 
A penas escuché el sonido del teléfono, lo único que resonaba en mi cabeza era su risa. Una risa que no olvidaré jamás. Era armoniosa y contagiosa a la vez, yo no podía parar de reír por ella. Y es que nos reíamos por cualquier cosa, como locos. Pero no nos importaba. Estábamos ajenos a todo lo que nos rodeaba. Sólo éramos nosotros. Por lo menos eso sucedía para mi. 
Mientras ella hablaba no pude evitar echar una ojeada a su cuaderno de dibujo, escondido tras el servilletero. La sorpresa me inundó y empecé a volar. En el cuaderno doblado, sobre la primera página, un rostro familiar me miraba. Mi rostro. Parecía como sí me estuviese mirando en un espejo. Mis rasgos eran iguales, los mechones de mi pelo estaban colocados de la misma manera y mi ojos tenían un brillo extraño. El dibujo se representaba en mi mesa, con mi café solitario en mi mano, yo echado hacia delante, observando. Observándola.  
El miedo me recorrió la espalda como sí de una cuchilla de hielo se tratase. Ella sabía que yo la observaba, y eso conllevaba que supiera que iba todos los sábados a ese café en concreto solo para verla. La vergüenza me lleno por completo y ya no supe que decir ni que hacer. ¿Qué pensaría ella de mi? ¿Sólo es un loco que se aburre? ¿Probablemente sea un acosador? Miles de posibles pensamientos suyos me usurparon la mente y me fui ocultando más en mi silla. 
De repente ella dejó de hablar y levanté la cabeza. Me miraba, tan profundamente, como si pudiese mirar dentro de mi alma y saberlo todo. Como sí supiese mis sentimientos. Y, sin previo aviso, colocó su mano encima de la mía. Me quedé largo rato mirando nuestras manos juntas, incapaz de creer lo que mis ojos veían. Pero era verdad, sentía su tacto frío y suave en mi piel. Entonces hice acopio de valor y entrelacé nuestras manos. Esperé el rechazo o, incluso peor,  la bofetada. Pero nada de eso vino. Sólo escuché su risa. Después la mía. Y todo se evaporó como el aire. 

Mi rutina se los sábados siguió. Pero ya no era la misma. No me sentaba en esa mesa solo, apartado de todo, con una taza de café frío en la mano. Me sentaba en su mesa, nuestra mesa. Lo mejor no era mi cambio de lugar, sino el hecho que ya no estaba solo; estaba con ella. Todos los días se traía su cuaderno de dibujo y me dibujaba. A mi no me importaba que me tuviera que quedar quieto intentando no reír, ni que ella a veces me golpease con el lápiz por no aguantar la postura por la risa. Nada de eso me importaba. Estaba con ella. Nada más importaba. 
Un día, cuando ya estaban cerrando el café y tuvimos que irnos, una idea me traspasó la mente. Al principio no sabía como pensar, mi cerebro estaba en una encrucijada, debía hacerlo o no debía, esa era la questión. Después intenté olvidarlo. Completamente estaba loco. Ella seguramente no sentiría lo mismo que yo. 
Decidimos quedarnos un rato más juntos, así que caminamos por las ondas de luz de las farolas del parque. Parecía como sí la oscuridad de la noche y la luna se centrasen sólo en ella. Su pelo oscuro brillaba por la luz de las farolas y su rostros parecía más pálido, haciendo resaltar sus pecas. Entre aquella palidez resaltaba sus labios, de un color rosado como los pétalos de las flores, un color tan increíble que resaltaba. Entonces reaccioné. 
Paré bajo el círculo de luz de la farola y ella se paró también, extrañada. Sin apenas pensar agaché el rostro y probé sus labios. No pensé, a penas respiré, sólo podía sentirla. Ella estaba en todas partes: en mi pelo, en mi nuca, en mi mejilla, en mis caderas, en mis labios. 
Ella reaccionó también. 
- Te quiero. -susurró. 
Mi mundo se apagó, pero una luz llamada Leah resaltó entre la oscuridad. Quise gritar, hacer algo, pero no podía moverme. Ella me abrazó, y enterró su rostro en mi pecho. En un acto reflejo la protegí con mis brazos.
- Te quiero. -susurré. 
Entonces desperté entre lágrimas. 

Otra vez ese sueño. Otra vez ese recuerdo. Hace años que su luz se apagó, pero ella sigue brillando en mi cabeza. Se fue un sábado, sin decir adiós, sin darme tiempo a despedirme. Desde entonces cada sábado tengo este sueño, este recuerdo. El recuerdo de como mi amor por ella afloró y como su amor me hizo volar. Pero ya no puedo volar. Sólo vuelo en sus cuadernos de dibujo, donde en muchas ocasiones me dibujó con alas. Ya no tengo fuerzas para mirar esos cuadernos. Así que están amontonados en la mesa, abandonados, como los fríos cafés que dejé yo sobre la mesa. Y allí se quedarán, esperando a que su dueña vuelva y dibuje el mundo sobre ellos.
 Y aquí me quedaré yo, esperando que lo que se la llevó me lleve a mi también. Entonces los sábados volverán a ser lo que fueron.