domingo, 19 de mayo de 2013

Lo que veo.

He vivido tantos años que ya ni siquiera soy capaz de decirlos sin que los cuente mal. He estado tantos años plantado en aquel parque que ya me he convertido en una parte de el. He vividos tantos años que las historias y los recuerdos se amontonan en mi memoria abrumandome por completo. En mis ramas han ocurrido tantas historias que dentro de unos años serán contadas y dejaran maravillados a unos y desgraciados a otros. Tantos recuerdos que perduraran en la memoria de las personas para siempre y en la mía. Todavía las recuerdos como sí fuese ayer: había una chica. De dieciséis años por lo menos. Siempre venía caminando lentamente con la mochila acuestas, subiendo la colina para llegar a mi. Se sentaba bajo mis ramas, y empezaba a llorar. Primero empezaba silenciosamente y luego empezaba a sollozar. Y me contaba su historia mientras tanto. Siempre ha sido una inadaptada. Desde pequeña, desde siempre. Nunca ha sentido que perteneciera a un lugar. Que perteneciera a su propia familia. Siempre ha caminado por las calles de la ciudad y no ha sentido nada. Se hacía daño a sí misma para intentar aplacar el dolor pero lo único que hacia era aumentarlo. Sus padres parecían que estaban ciegos porque no podían ver todo el dolor que había en los ojos de su hija. Nadie lo veía. Salvo yo. Ella me rociaba con sus lágrimas y luego de iba cuando llegaba la noche. El tiempo paso, ella siguió viniendo a verme pero ella cada vez gritaba más. Hasta qué un día no vino. Y paso un día. Y paso una semana. Y paso un mes. Y supe lo que le había pasado. Desee completamente que ella volviera a regar me con sus lágrimas. 
Luego estaba ese chico. El chico de la sonrisa rota. Siempre llegaba corriendo y se tumbaba y empezaba a beber. Bebía para olvidar, o por lo menos era lo qe el susurraba en su trance. Olvidar a una chica que ya no estaba. El empezaba a hablar con su aliento a alcohol y me contaba la primera vez que la vio. Ella estaba en mis mismas ramas llorando. Y el paso por ahí y la vio. Se quedo mirándola un buen rato hasta que ella se fue. Volvió al día siguiente. Ella estaba ahí. Así pasaron los días, y el se enamoró completamente de ella. Ella estaba igual de rota que el. Pero cada vez sus muñecas estaban más vendadas y el no podía hacer nada. Hasta qué se fue. Sin previo aviso. Sin decir adiós. El olvido era lo único que pedía. Olvidar. Seguir adelante. Hacer como sí nada hubiese pasado. Como sí nada hubiese existido. Pero lo único que hacia era recordar. 
Supongo que el olvido es algo difícil de conseguir. Yo no puedo olvidar. No puedo hacerlo. 
También estaba ese otro hombre borracho que se paseaba por el parque dando tumbos de un lado a otro mientras cantaba una canción que seguramente ya nadie recordaba. Siempre traía una botella vacía y hacia como sí bebiese, sin ningún líquido que beber. El tiempo y la edad le habían pasado factura y su anterior pelo negro había sido reemplazado por un gris deteriorado. El nunca paraba de reír y de cantar canciones olvidadas hasta que se caía en el parque y no de levantaba. Empezaba a contar las historias de todas las estrellas, y las muertes de muchas de ellas. Se inventaba una historia triste para cada una y otra feliz que nivelara. Yo sabía que no estaba borracho. El sabía que no estaba borracho. Que no había ningún licor en la botella. Pero el fingía que sí. Aunque supongo que eso es lo que los humanos hacen; fingir que son cosas que no son. 
Tantas historias tristes y melancólicas, tantos recuerdos felices e increíbles que he podido contemplar. Primeros besos, declaraciones, nacimientos, pérdidas, olvidos, tristezas... Tantas cosas insignificantemente grandes. Y más que vendrán. Supongo que el olvido sería lo mejor. Olvidar a aquella chica, al chico de la sonrisa rota, al falso borracho... Pero yo no quiero olvidar. Los recuerdos nos hacen recordar que somos realmente y porque somos lo que somos. 

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